Desarmados
Me encontraba caminando de regreso a casa por la orilla de la banqueta. Eran cerca de las cinco de la tarde y había poca gente transitando por ahí. A lado mío se encontraba aquella avenida que tenía que tomar para llegar a su departamento, la cual, según ella, tenía nombre de ave prehistórica. Recuerdo la primera vez que transité por ahí, fue el día en el que ella pasó por mí al trabajo y me invitó a conocer el lugar en el que vivía. Es curioso como esa avenida no tenía nada de especial, la había cruzado y mirado con anterioridad, pero fue sólo hasta ese momento que sus palabras hicieron que trascendiera en mi memoria. Desde entonces ese recuerdo, como muchos otros, se quedaría aferrado a un lugar específico con su voz como eco reclamando su derecho de residencia.
Me percaté de que había comenzado a llover en el momento en que mi playera se humedeció por completo y se adhirió a mi cuerpo. No me importó. Lo que me interesaba no era caminar a prisa y encontrar un refugio para dejar de mojarme, necesitaba pensar y digerir lo que minutos atrás había pasado. Me repetía una y otra vez las palabras que me dijo justo antes de pedirme que me fuera de su departamento. No lograba entender, ¿Cómo es que algo, que estaba tan seguro de sentir con mis manos, se convertía en polvo frente a mis ojos?
Me propuse recordar desde el inicio lo que ocurrió con afán de entenderlo. Había llegado a su departamento unos veinte minutos después de lo acordado y no le avisé que iba retrasado. “¿Sería eso?”, pensé. “Claro que no, el que sea impuntual de vez en cuando no puede provocar algo así, ¿o sí?”, volví a replantearme la situación. Ella me recibió con un largo abrazo, me sujetó con tal fuerza que parecía que no me dejaría ir, o quizás mientras lo hacía trataba de exprimir de mi interior una razón para seguir o no con su plan. Luego, se separó de mí, y mientras me sujetaba las manos me miró a la cara achicando los ojos, para después regalarme una ligera sonrisa. Me guió hasta su sillón y ahí nos recostamos. Ella tenía recargado su cuerpo junto al mío, sin decir nada dejamos pasar el tiempo. Sentí como su respiración cambiaba, hacía pausas y de repente comenzó a exhalar por su boca, como si se le escapara el aire en suspiros. Se despego de mí, observé lágrimas en sus ojos, y de haber sabido lo que vendría a continuación, hubiera valorado aún más esos minutos que tuvimos de silencio compartiendo nuestros latidos mientras permanecíamos abrazados en su sillón.
Luego de repasar esa dolorosa escena, una y otra vez en mi mente mientras caminaba bajo la lluvia, sólo me quedaba por asimilar que somos piezas del rompecabezas que un día formamos llamado: nosotros.
Tefy Ortiz
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